Fue hace casi tres años. Había mucha gente afuera de la iglesia. Tolditos de comida en la plaza principal y buses con turistas. Un sábado común y corriente a las tres de la tarde en San Antonio de Pereira, Oriente antioqueño. Atrás quedó el pronóstico del tiempo que revisé día por medio más o menos desde agosto. Esas nubes negras con 95% de probabilidades de lluvia nunca llegaron. Éramos un cielo azul, un sol brillante, mi papá y yo cogidos de la mano, listos para entrar a la iglesia. La ceremonia fue emotiva. Los dos dejamos que el corazón hablara y leímos unas palabras que nos habíamos escrito. Ese día las lágrimas me salieron por la nariz, no me pregunten por qué.

Y la fiesta. Esa fue hasta las cuatro de la mañana. Cuando salimos de la iglesia empezamos con dos cervezas Águila en la tienda de la esquina. Llegamos al establo, en Zona E, y seguimos con un par de Costeñitas, jugos naturales y empanaditas con limón y ají. Esas últimas no las probamos, estábamos en el bosque tomándonos fotos con una luz natural difícil de explicar. Comimos y luego abrimos la pista con ‘Te Encontré’, de El Vega, una canción viejita pero con un significado especial para los dos. Después llegó la hora loca, de la que no quedó registro porque fue tardecito. El tema: la playa. Champeta, muchas piñas, gafas de sol, flotadores, gorras y letreros que anunciaban masajes, ceviche de camarón y trencitas. Todos, intencionalmente escritos con mala ortografía.  

Escribir sobre mi matrimonio me emociona. Y sí, es verdad que si hoy volviera a casarme quizás cambiaría algunas cosas. Pondría sillas Cross, haría el brindis con Gin Tonic, decoraría con mucho macramé y, probablemente, los centros de mesa serían más largos. Pero lo esencial, eso que no se cotiza, que no pasa de moda y no influye en el presupuesto, eso no lo cambiaría por nada. Me volvería a casar al menos una vez al año. Eso sí, con el mismo hombre. Al final el amor es eso,  no querer que se vaya.